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    En España hemos pasado de un sistema de justicia universal “absoluto” o “amplio” a un sistema muy “restringido” a través de una evolución que ha tenido lugar durante las últimas décadas, motivada en nuestra opinión, más que por razones de índole estrictamente jurídica, en motivos de naturaleza política, y concretamente de política exterior o diplomática.

            Como es sabido, una de las principales finalidades de la justicia internacional, y por extensión, de los principios de justicia universal, consiste en evitar o impedir la impunidad con relación a determinados crímenes contra la humanidad de trascendencia internacional, debido a su gravedad o carácter directamente atentatorio de los derechos humanos. Como sabemos, la citada impunidad viene dada en ocasiones  por la resistencia de los estados a enjuiciar y castigar determinados crímenes debido a que es el propio estado y sus dirigentes quienes han participado en su comisión, se han aprovechado de la misma, o por razones de diversa índole – casi siempre política o económica -, no tienen interés alguno en perseguirlos. Así pues, la facultad conferida por el estado español a sus tribunales de poder perseguir, prácticamente sin limitaciones, cualquier delito contra la humanidad sin apenas ningún tipo de restricción; en aquéllos limitados casos en que dicho principio intentó llevarse a la práctica, puso al estado español en verdaderos aprietos diplomáticos en sus relaciones con aquéllos estados en los que los citados crímenes se habían cometido y que, de un modo u otro, su enjuiciamiento conllevaba la imputación de personalidades políticas integradas en los aparatos del poder o especialmente protegidas por dichos aparatos.

            Y es que dicho principio en España, según la redacción original del Artículo 23.4 LOPJ, apenas conocía límites por cuanto establecía:

            “Igualmente será competente la jurisdicción española para conocer de los hechos cometidos por españoles o extranjeros fuera del territorio nacional susceptibles de tipificarse, según la ley penal española, como algunos de los siguientes delitos: a) Genocidio. b) Terrorismo. c) Piratería y apoderamiento ilícito de aeronaves. d) Falsificación de moneda extranjera. e) Los delitos relativos a la prostitución y los de corrupción de menores o incapaces. f) Tráfico ilegal de drogas psicotrópicas, tóxicas y estupefacientes. g) Y cualquier otro que, según los tratados o convenios internacionales, deba ser perseguido en España.” Cabe señalar que una pequeña reforma del año 2005 incluyó entre los delitos perseguibles la “mutilación genital femenina”.

            El caso más mediático, donde el citado principio competencial se llevó a la práctica fue la famosa detención del dictador Pinochet en Gran Bretaña, en el año 1998 tras la remisión de la Orden Europea de Detención y Entrega cursada por el juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón. Se trató de un procedimiento de relevancia política internacional que puso en evidentes aprietos diplomáticos a los países afectados (España, Reino Unido y Chile). Pero no ha sido el único, pues posteriormente y entre otros, cabe destacar que se han iniciado otros procesos en España contra líderes políticos chinos por la comisión de delitos contra la humanidad, y que han tenido una incidencia muy negativa en las relaciones bilaterales entre la República Popular China y el Reino de España.

            La mención de estos supuestos es una demostración empírica de que el principio de justicia universal español, en su formulación inicial, era mucho más amplio y efectivo que el de los ordenamientos jurídicos internos de su entorno, pues ha sido nuestro país quien ha iniciado los procesos de mayor relevancia, requiriendo, como hemos visto, de órdenes de detención y entrega a países como el Reino Unido, de quien ya cabe presumir un sistema interno de justicia universal mucho menos ambicioso.

            Estos problemas condicionaron la evolución legislativa de este principio y su aplicación en España. Una primera reforma, del año 2009 que fue apoyada por la mayoría de la cámara del congreso de los disputados, restringió sensiblemente la competencia de los tribunales españoles para el enjuiciamiento de este tipo de delitos tanto en el plano subjetivo como territorial. Concretamente la reforma limitaba la competencia de nuestro tribunales para el enjuiciamiento de esta clase de delitos contra la humanidad cuando se cometieran en el exterior en los casos en los que los acusados se encuentran en España (algo complicado al tratarse de crímenes internacionales), alguna de las víctimas tiene nacionalidad española, o «existiera algún vínculo de conexión relevante en España».

            La última reforma, del año 2014, que dejó el citado 23.4 LOPJ en su actual redacción, supuso un avance más en esta tendencia restrictiva. En mi opinión, el principio de justicia universal ha quedado reducido a su mínima expresión. En lo que respecta a lo que es objeto de la asignatura (crímenes de guerra, genocidio y lesa humanidad), un tribunal español podrá enjuiciarlos y castigarlos “siempre que el procedimiento se dirija contra un español o contra un ciudadano extranjero que resida habitualmente en España, o contra un extranjero que se encontrara en España y cuya extradición hubiera sido denegada por las autoridades españolas.”

            Tras la última reforma, podemos concluir que España acerca su regulación del principio a la de los países de su entorno, mucho más limitada y alejada de su ambiciosa primera redacción. Así pues, podemos decir que las naciones de nuestra región, en gran medida fían el enjuiciamiento de estos delitos, en los casos en que exista riesgo de impunidad, a la Corte Penal Internacional (debiendo tenerse en cuenta que su estatuto ha sido ratificado por la mayoría de los estados europeos).

            José Ignacio Antolín Esguevillas

            Letrado colegiado en el Ilustre Colegio de Abogados de Madrid

            Miembro adscrito de las secciones de derecho penal y derecho bancario del ICAM